Estaba lloviendo. Todos mis vecinos utilizaron los coches
para ir a trabajar, así que quedaban dos en toda la calle. Todo estaba
desolado. Me hice un café y lo calenté hasta el punto de que empezó a hervir.
Me acerqué a la ventana pensando en todo lo que me estaba pasando últimamente.
No sabía a qué o a quiénes se referían. Ni siquiera sabía quiénes eran ellos.
Una mujer que no había visto nunca y el señor del chándal que llevaba
siguiéndome meses. No era capaz de quitármelos de la cabeza. Me alejé de la
ventana y me senté en el sofá. La televisión no funcionaba, y la estufa
tampoco. No me quedó de otra, así que me vestí.
Sentada al borde de la cama me quedé observando la ropa que
tenía pensado ponerme. No había ningún jersey entre ella, así que pensé que
pasaría frío. Busqué en los cajones un jersey que no fuera ni muy gordo ni muy
fino, pero no encontraba ninguno. Cerré los cajones y abrí el armario. Elegí
una sudadera azul marino que tenía dibujos y me la puse.
Salí de casa cerca de las diez de la mañana. Tenía que ir a
la tienda a comprar algo para hacer la comida. Cuando estaba ya lejos de mi
casa, empezó a llover cada vez más fuerte y hacía mucho viento. Viendo que el
paraguas no me tapaba de la lluvia lo cerré antes de que el viento lo rompiese.
Me puse la capucha de la sudadera y aceleré el paso. No se veía nada con tanta
lluvia. Estaba deseando encontrarme con alguien conocido para que me llevase de
vuelta a casa. Compré todo lo que tenía que comprar y volví a casa. Cuando
llegué estaba empapada, pero ya había vuelto la luz. Me quité la ropa mojada y
me volví a poner el pijama. Colgué la ropa de una cuerda y la coloqué debajo de
la mesa. Encendí la estufa y me acerqué a ella. Por fin entraba en calor.
Cuando más a gusto estaba llamaron a la puerta. Con gran
pesar me levanté del sofá y fui a ver quién era. Miré por la mirilla pero no vi
a nadie. Abrí la puerta y había una nota en el suelo. La abrí y leí lo que
ponía:
“Te he visto mojarte, siento no haber podido hacer nada, pero había
mucha gente a tu alrededor.
Espero que estés bien.
Nos vemos a las 5 en el parque de detrás de tu casa. No lloverá,
tranquila.”
La nota no estaba firmada, así que pensé que sería Carlos.
La doblé y la guardé en el bolsillo de mi pijama. Ya me estaba empezando a
parecer normal que llamaran a la puerta y no hubiera nadie. Volvieron a llamar
a la puerta al poco de cerrarla. Mi corazón se aceleró como siempre. Abrí la
puerta. Esta vez sí era el cartero. Me traía un paquete y una carta. Lo cogí
todo y me volví a mi salón. Cerré la puerta y busqué unas tijeras para ver qué
contenía el paquete. Cuando volví con las tijeras, vi que el sobre llevaba mi
nombre y ponía “URGENTE” escrito en bolígrafo rojo. Lo abrí y saqué un papel
que estaba arrugado por las esquinas. Me fijé bien y vi que era un papel bueno
y caro. Algo grueso y con un poco de relieve.
“Diana, quedamos a las 5 en la terraza de la casa abandonada del final
de la calle, es absolutamente necesario que vengas.
Sabrás como entrar cuando llegues.
Es urgente, no faltes.
Carlos.”
Ahora sí que estaba extrañada, si
Carlos me había enviado esta carta, ¿quién había dejado la otra en mi puerta?
Me senté en la primera silla que
encontré en mi camino. Miré las dos notas. Una era muy parecida a la que había
recibido la última vez, pero no tenía ningún nombre escrito. Sin embargo la
otra estaba firmada por Carlos. No sabía muy bien que hacer, estaba realmente
confusa.
Cuando dieron las cinco menos
cinco de la tarde salí de casa. Cerré la puerta sin llave y salí a la calle
después de bajar las escaleras del rellano. Volví a mirar las dos notas que
habían llegado a mi casa esa mañana, y me decidí por bajar a la casa
abandonada.
Al llegar allí, todas las puertas
por las que se podía pasar estaban cerradas. Seguía lloviendo, pero esta vez no
me importaba. Le di varias vueltas a la casa abandonada, pero no encontré por
donde entrar. Entonces, cuando ya me había rendido y me dirigía de camino al
parque para saber quién me esperaba allí, vi que había un pequeño agujero en
las vallas de la parte izquierda de la casa. Pasé por el agujero y entré en la
casa. Ahora estaba a la merced de la policía si me encontraban, así que
esperaba que Carlos tuviera algo realmente importante que decirme. Necesitaba
que empezase a darme respuestas, así que esperaba que ese fuera el motivo de su
carta. La puerta de la casa estaba cerrada, pero había una nota doblada enganchada
en el pomo. “Tienes la llave en el bolsillo” decía. Metí la mano en el bolsillo
y la encontré enganchada a las mías. No me lo podía creer, ¿cómo había llegado
eso hasta ahí? Abrí la puerta y entré en la casa. Estaba todo como si los
dueños vivieran allí todos los días. Estaba muy limpia y los muebles estaban
nuevos. En busca de las escaleras pasé por varias habitaciones y todas estaban
realmente bien decoradas. Me sorprendía cada vez más el estado de esa casa.
Al fin encontré las escaleras.
Estaban oscuras y no había ninguna lámpara cerca. Encendí la linterna de mi
móvil y apunté hacia arriba de las escaleras. Pude distinguir una puerta al
final. Seguramente daba a la planta de arriba, la terraza. Subí a un ritmo
rápido pero prudente, agarrándome a la barandilla para no tropezar. Encontré
otra nota enganchada en la puerta, pero no quise leerla. Empezaba a estar
cansada de este jueguecito. Abrí la puerta y salí a la azotea. Había dejado de
llover, pero estaba todo embarrado. No lograba ver a nadie allí esperando, así
que busqué algún sitio donde poder sentarme a esperar. Miré hacia fuera de la
barandilla y sólo veía los naranjos que tenían plantados alrededor de la casa.
Cuando volví la vista a la terraza vi a alguien a lo lejos. No era capaz de
distinguir quien era. Me sentí muy cansada de repente, débil y sin fuerzas.
Fuera quien fuese, me estaba haciendo encontrarme mal con su presencia.
Mi teléfono comenzó a sonar.
Nunca lo llevaba con el sonido puesto, pero ese día tenía la esperanza de que
alguien me llamase. Y lo hicieron. Miré la pantalla. Era un número desconocido,
pero aun así lo cogí.
- ¿Quién es? – dije con un tono algo asustado.
-
Diana, te estoy esperando en el parque, ¿dónde
estás? – Era Carlos, me hablaba preocupado desde el otro lado.
- ¿Carlos, eres tú? ¿Con quién estoy entonces?
- Diana, tienes que salir de ahí, dime dónde estás, que voy para allá.
- Estoy en la casa…
Se cortó la llamada. Quien estaba
conmigo era una chica de más o menos mi edad, me sujetó la muñeca y me levantó
de donde estaba. Me miró a los ojos profundamente y sonrió.
- Por fin te tengo, preciosa. No te preocupes, lo que menos quiero es hacerte daño.
- ¿Quién eres? – se me entrecortaba la voz y no me quedaba saliva para tragar.
- No hables, te veo ahora. Duérmete.
Me desperté, miré el reloj que
había en la pared opuesta a mí, eran las seis y media de la tarde. Miré a mi
alrededor, no conocía a nadie de los que me miraban, eran personas realmente
extrañas. Todas iban muy arregladas, con trajes de chaqueta y vestidos de gala.
La muchacha de la azotea se acercó. Era morena, y tenía el pelo muy largo,
quizás le llegase por la cintura. Sus ojos eran negros y los llevaba pintados
como si fuese a salir de fiesta. Sus labios eran gruesos y estaban pintados de
negro. Me tocó el hombro con su mano, estaba realmente pálida y llevaba las
uñas pintadas de rojo.
- Bienvenida, Diana. Sabía que este momento llegaría. Eres una de las pocas personas que pueden vernos.
- ¿quiénes sois? – Se me cortaba la voz. No era capaz de decir nada sin temblar.
- ¿Nadie te ha hablado de nosotros? – Dijo un muchacho que salía de la oscuridad para hablar. Era rubio, de un rubio muy claro, tenía los ojos tan oscuros que parecían negros, sus labios eran muy carnosos, pero los tenía morados, como si llevase mucho tiempo en el agua fría de la piscina– Oh, vaya, Carlos nos ha vuelto a traicionar.
- Samuel, cállate, la estás asustando – Dijo la chica de la terraza.
- ¿Podéis decirme que está pasando? ¿Quiénes sois? ¿Por qué estoy atada? – Dije alzando la voz.
- Chica, chica, no grites, no es necesario. Que no estemos vivos no quiere decir que estemos sordos – dijo el muchacho poniendo la peor cara que había visto. Una mezcla entre enfado y asco.
- Diana, mira, estamos en una reunión, somos “entes” o así nos llaman en tu mundo. Desde pequeña has podido vernos – Me dijo la chica de la terraza acercándose cada vez más a mi cara – No entiendo cómo te extrañas, llevas viéndonos toda la vida.
- Va, Clara, sabes que tomaba pastillas. Todos pensaban que estaba loca, así que supongo que llevaba años sin ver a nadie – dijo el muchacho mirando mi bolso-.
- Samuel, no seas entrometido, suelta eso – se alejó de mí y se acercó a él – la necesitamos, no seas irritante y compórtate – le dijo casi susurrándole al oído.
- Venga, me comportaré, lo prometo – El tono con el que hablaba Samuel era algo sarcástico, pero Clara parecía más tranquila escuchándolo.
- ¿Ha llegado ya Clara con la muchacha? – Se oyó detrás de una puerta.
Otra de las personas que me rodeaban se acercó a la puerta de la que provenían las voces y la abrió. Apareció un hombre mayor, vestido como si acabase de jugar al golf. Se acercó al centro del círculo que las demás personas habían formado para observarme y dio una vuelta a mi alrededor observándome.
- Eres tú, Diana. ¿Te acuerdas de mí? – Dijo sonriéndome.
- No, ¿debería? – dije ya dejando de temblar, quizás fuera la adrenalina lo que lo hacía, pero me sentía capaz de levantarme de la silla y salir corriendo.
- Soy Elías. Me conociste cuando eras pequeña – me dijo sentándose a mi lado. No había sillas así que se sentó en una mesa que tuvo que mover para poner cerca de mí – Bueno, supongo que no te acordarás, cierto. Yo soy el motivo por el que tomas pastillas, morita mía.
“Morita mía”. Claro, Elías. Era
el hombre al que veía siempre en sueños de pequeña. O al menos eso creía. Esos
sueños me dejaban tan confusa que no era capaz de afrontar la realidad. Llevaba
años sin tenerlos, gracias a las pastillas que tomaba. Con los antidepresivos
que me mandaba el médico conseguía estar más tranquila y no soñaba nada
extraño.
De repente empezaron a llamar a
la puerta. Los golpes eran cada vez más y más fuertes. Los tres que estaban en
el centro junto a mí se asustaron. Me miraron con cara de enfado y se miraron
entre ellos exaltados.
Poco a poco me iba quedando
dormida, pero me dio tiempo para ver que quiénes entraban eran Carlos y la
mujer que me había encontrado el día anterior en el callejón. Me sentía inútil
por haberme dejado engañar por una simple firmita. Todo estaba muy confuso,
borroso.
Me desperté en casa. Estaba
echada en el sofá, tapada con una manta que no reconocía, pero era muy suave y
calentita. Me levanté y busqué a alguien. Mi familia estaba dormida, y por lo
que vi tenían un sueño muy profundo. Fui a la cocina para beber agua y vi que
tenía preparado un vaso de leche y una galleta. Al lado había una nota escrita
a mano:
“Diana, tómate esto y vete a la cama, mañana será otro día. Iré a verte
cuando pueda, pero, por favor, no salgas de allí si no es absolutamente
necesario. Que descanses, buenas noches.”
En ese momento agradecí esa nota.
Estaba empezando a reconocer la letra de Carlos, y no sabía si eso era bueno.
Necesitaba respuestas, pero más necesitaba dormir y descansar. Me tomé el vaso
de leche y me comí la galleta. Me fui a mi dormitorio, me puse el pijama y me
acosté. Todo estaba empezando a ser muy oscuro, muy extraño.
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