Caminaba por el camino de arena, descalzo, sin pensar en las
piedrecitas que se le clavaban en los pies. Yo le miraba caminar. Estaba
completamente enamorada de él. Empezó a andar más rápido cada vez. Se giró como
si sintiera que no le seguía y se paró en seco. Esperó hasta que llegué a donde
él estaba. Sonrió. Me dedicó una de sus mejores sonrisas. A mí, que minutos
antes le había gritado, que había descargado mucha ira contra él. Me besó la
frente. “Te quiero” escuché que me decía en voz baja. “Lo siento” le dije yo en
el mismo tono. Nos besamos y siguió andando. Me encantaba como hacía el tonto
para mí, para que estuviera feliz. Entonces tropecé. Me caí al suelo y me quedé
sentada, mirándole. Su mirada seguía siendo alegre. Se acercó a mí y me ofreció
su mano. No podía evitar que me cayera, pero ese día supe, que siempre me iba a
ayudar a levantarme, por mucho que a él le costase mantenerse en pie.